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Channel: Maximiliano Crespi
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El huracán no pasa*

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Hasta que pase un huracán de Margarita García Robayo (Editorial Tamarisco, 2012) es uno de esos libros pálidos –ni melancólicos ni tristes, ni sarcásticos ni crueles– construidos sobre la trajinada modorra existencial de eso que –por pereza o por cansancio– convenimos en llamar “la clase media”. Narra los frustrados intentos de un personaje (leve hasta la inconsistencia) por abandonar el destino de una vida miserable en su ciudad natal. La ciudad no aparece nombrada y, pese a que en apariencia parece tratarse de Cartagena de Indias, podría pensarse que la indefinición apunta implícitamente a una tipificación de la contingencia latinoamericana. Que la condición de la modernidad latinoamericana aparezca redundantemente periférica bajo la empinada afectación de un precoz imaginario neoliberal, no es –de por sí– un agravante. Más aún: en manos de algunos de los ironistas mordaces de la nueva narrativa argentina –como Carlos Godoy o Hernán Vanoli– esa perspectiva cristalizada bien podría ser el convite tentador, el punto de partida de una ficción picaresca, delirante y corrosiva sobre los anatemas sociológicos del progresismo más trillado. No es el caso de la joven escritora colombiana Margarita García Robayo, autora además de los libros de relatos Hay ciertas cosas que una no puede hacer descalza (2009) y Las personas normales son muy raras (2011).
Su libro exhibe una discreción temerosa, que ni siquiera se define entre la timidez y la vergüenza –algo inaudito para un catálogo como el de Tamarisco, que ha editado libros polémicos y sumamente arriesgados como Ravonne de Julián Urman, 76 de Félix Bruzzone, Varadero y Habana maravillosa de Hernán Vanoli y No alimenten al troll de Nicolás Mavrakis. En términos de ficción, el texto de Robayo se presenta en una prosa monocorde y casi sin pretensiones, amparada en una extenuada primera persona que parece ser la caución última y estratégica del costumbrismo etnográfico actual. La trama del relato es predecible y chata, aunque –cabe reconocer– no por ello es necesariamente tortuosa: se deja llevar en virtud de una capitulación breve aunque estructural y narrativamente anodina.
Con un léxico comedido y una sintaxis frugal, que cumula lugares comunes y eufemismos modosos, la historia pasa sin pena ni gloria. Sin rebelión, sin resistencia, sin deseo. Como si la novela viniera a testimoniar la retirada misma de todo vestigio de imaginación literaria. La fábula misma se diluye casi tan lánguidamente como la vida de sus propios personajes, a medio armar y mal cocidos sobre escenas clichés que no los dejan cuajar ni en la perversión del monstruo ni en la monstruosidad del lugar común. No hay tampoco –como en la larga tradición de la novela burguesa– una desintegración gradual y decadente, sino un estancamiento y una pasividad exasperada. La degradación no es progresiva, ni crítica. Es irreversible y patética. Lo que revela un relato que no va ni hacia la condición trágica ni hacia la ilusión cómica sino, más bien, hacia el coágulo mismo de un maquillado “fin de la historia”.
El huracán no pasa. Lo que arrasa corrosivamente los proyectos y las vidas es la cotidianidad, la contingencia, la necesidad. En ese curso sin curso, los personajes cogen, fuman, engordan, envejecen aferrándose a miedos y convenciones sociales, en el revés de trama de una historia entendida como fatalidad o destino. Cuando la literatura no es una incrustación virulenta, cuando no aborda esas zonas transidas con el deseo de minar sus cristalizaciones (sino con la intensión sumisa de representarlas), se vuelve miserable y canalla como la “realidad” misma. O, para decirlo con un rodeo macedoniano, se empacha de hambre, de sentido común y de mediocridad.


*Aparecido en Revista Murmullos, Universidad Nacional de México, mayo de 2013. pp. 117-118.

Emmanuel Taub: La imaginación mesiánica*

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Mesianismo y redención. Prolegómenos para una teoría política judía (Miño y Dávila Editores, 2013) de Emmanuel Taub es un libro de excepción. Escrito a contrapelo de las poses frívolas, el cinismo militante y el conformismo ideológico que arrastran al “pensamiento joven”, cifra su singularidad, no en la actualidad ni en el oportunismo de sus temas, sino en su capacidad de interpelación crítica, en el coraje y en el rigor intempestivo que exhibe al carearse con lo sublimado –y radicalmente constitutivo– del presente.
Al igual que en La modernidad atravesada (2008), la prosa de Taub es sobria, elegante y gentil, pero su interrogación es densa y rigurosa. Si cala hasta el hueso es precisamente porque se inscribe –al mismo tiempo– como revisión crítica y como proyección vital de un ideal político. La escritura encarna el pensamiento y, fiel a las páginas más célebres de la tradición que revisa, supone una honda reflexión sobre la muerte. Para Taub, como para los pioneros de la modernidad judía, escribir es en efecto retomar la tradición y destinar sus fuerzas vivas contra ese límite absoluto que coacciona fatalmente el orden de formalización de la vida comunitaria.
La tradición es vasta y se impone como una forma de nobleza que obliga. “Los judíos –anotaba Baudelaire en sus Diarios íntimos– que son bibliotecarios y dan testimonio de la Redención”: Maimónides, Franz Rosenzweig, David Castelli, Hermann Cohen, Joseph Klausner, Sigmund Mowinckel, Walter Benjamin, Gershom Scholem y Paul Valéry son los nombres llamados a la cita; Franz Kafka, Gertrud Kolmar, Alfred Döblin y Hermann Broch, los fantasmas que rondan y que caen sin avisar. Junto a esas voces –y merced a su atentísima escucha de las fuentes bíblicas– la imaginación teórica de Taub diagrama y establece una inédita arqueología del mesianismo judío entendido como dispositivo teológico-político. El trabajo –que, como bien apunta Fabián Ludueña Romandini en la presentación del libro, elucida las relaciones y diferencias entre el mesianismo judío y el cristiano– examina funciones y paradojas de ese dispositivo en sus dimensiones político-nacional y ético-universal, asumiendo su deriva problemática en los meandros inefables del lenguaje poético y el silencio místico. Con determinación nominalista, retoma las categorías fundamentales del pensamiento político moderno (como ley, tiempo, pueblo y soberanía) y las transforma en instancias de articulación y trasmutación de la experiencia religiosa. Y finalmente dispone, sobre el fondo de un presente frígido en que resulta más probable imaginar el fin del mundo que el fin del modo de producción capitalista, una reactivación redentora del mesianismo como modelo ético-político de resistencia al publicitado “fin de la historia”.
El pensamiento de Emmanuel Taub se vierte pues, generoso, como una experiencia lúcida y traccionada, como querían Benjamin y Kraus, entre el origen y el destino. Es su forma de vivir en el tiempo, entre el comienzo y el final. Y es también, para decirlo con Karl Wolfskehl, su manera de sobrevivir en él: “obligado por el pasado y responsable por el porvenir”.

*Aparecido como "De la teología a la política" en Revista Ñ, sábado 01 de Febrero de 2014.
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Lo político en sus lenguajes: María Pia López

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El comienzo literario de María Pia López retoma un tópico clave de su trabajo ensayístico. Con tres breves pero complejas novelas de lenguaje (que tematizan el cuerpo –en su potencia y su fragilidad– como forma de vida) prolonga lúcidamente el proyecto de escritura abierto por Mutantes. Trazos sobre los cuerpos (1997).

En No tengo tiempo (2010) un cuerpo dañado habla. Hace presente su historia en un diario íntimo que blanquea –sin vacilaciones– su propio pacto de lectura (“Si uno escribe miente. Si uno habla miente. Si uno miente miente”). Una voz femenina narra una situación angustiante, que somatiza y devuelve estados anímicos complejos. Están en juego el deseo del cuerpo pleno y el mandato social impuesto al género; pero también los síntomas de una existencia desgarrada entre la demanda laboral y la “biología inapelable”. Habla una vida en falta: la de la sobreviviente que “es dos y no una”. Entre la vida (la maternidad) y la muerte (la vejez y la enfermedad que la anticipan), un cuerpo describe su desasosiego en una fábula que anuda una adopción ilegal y el asesinato del amante/cómplice. Paralelamente, la ficción se afirma como nacimiento: en el devenir del diario el cuerpo que habla surge a una vida nueva. Un pequeño lenguaje se agita, se contorsiona y precipita en una sintaxis ciclotímica que viene da cuenta de la desesperación de una vida dañada por la obediencia debida. Pero lo narrado no es la experiencia vital; sino aquello que se pierde en lo que perece. El régimen del relato está deliberadamente trastornado para poner de relieve los signos propios de la alienación. El desdoblamiento de la verdad y la primera persona lo confirman (“Miento cuando escribo pero también escribo porque creo en lo que estoy diciendo. No soy siempre la misma”). De ese modo, el relato licua toda seña de moralización y asume su politicidad radical: bajo “el imperio de la necesidad”, la determinación económica se traduce en esquizofrenia porque la histeria consigue desfondar el síntoma.
La que sufre la pérdida del tiempo y la que lo dilapida (“derrochona”) acusan el daño de la exigencia social. Pero, como en Arlt, la vida arruinada hace también posible el desquite. La novela lleva más allá la hipótesis spinoziana. Viene a decir: no se sabe cuánto y hasta cuándo puede un cuerpo. De una mujer culposa y otra que –aun paladeando la catástrofe– conquista su libertad contra las prescripciones del deber ser, nacen una asesina y una madre. Es un nacimiento violento, pero también erótico. La violencia del deseo se impone, categórica. Crea un espacio y una densidad textual que neutraliza la fatalidad de lo biológico y hace de la sobrevida una potencia de ser, surgida de la relación de la materia con lo impensado. La ficción resuelve la contradicción planteada en la historia. Hace parir a un cuerpo esterilizado (por la exacción del tiempo) un cuerpo fértil que se justifica en el crimen y el sacrificio: en la transgresión. Correlativamente, la escritura crece también fallando a las “reglas” que la capitalización temporal impone: se dispersa, pierde las “prioridades” y se aferra a la desorganización que produce la revuelta. La ficción se transforma en forma de vida y el cuerpo deja de ser una objetivación pasiva se vuelve pulsión activa. El diario renuncia al racconto de los padecimientos efectivos y se convierte en una zona erógena, una pura superficie de intensidad y afecto.

Habla Clara (2012) oscila también entre dos vidas posibles: la de la joven cautiva y la de la que lee la verdad atroz que anida en la dispersión del habla. La novela redobla la apuesta reflexiva: si no sabemos lo que puede un habla, es porque es la traza única, la diferencia hecha por un cuerpo en el lenguaje. Porque es el lugar de la verdad, pero también el de las sublimación. La lectura no es arbitraria: el habla plural que acoge el texto tiene agentes precisos (la víctima, los testigos, el victimario ejecutado). Por ello, ya desde su primer paréntesis, la novela plantea su pesquisa en una escucha de la alteridad. Alguien se compromete a abordar la densidad de un tejido de coces donde la claridad se opone a la distinción y donde la oralidad recobra soberanía ante la superstición que idealiza a la forma escrita.
La verdad está desperdigada en voces y versiones que frustran el voluntarismo de la claridad y deshacen la promesa lógica del policial: la funcionaria judicial que investiga un asesinato descubre un secuestro. Enredada en una madeja de voces, la historia se trama –lenta y laboriosa– como “pura estadía en lo incierto de la voz ajena”. La ficción se ejercita en la transgresión del código (literario) cerrado, de los lugares comunes de la verdad y de las retóricas previsibles de la denuncia y el testimonio. Sólo en una paciente escucha plural la verdad se escurre, parida en un diálogo real y no en el juego canalla de la cortesía social y el intercambio mercantil. La intriga sigue la lógica de lo involuntario y el relato de los hechos –ocurridos en el apacible barrio de La Plata– se concreta bajo una sutil arqueología de las modulaciones, inflexiones y mutaciones de la lengua nacional en diferentes estratos. Desde el silencioso subsuelo (¿de la patria, de la lengua?), la “copista” transcribe los rasgos de la sublevación lingüística. Registra deslizamientos, fallas, pliegues y rupturas geológicas en la corteza de ese suelo imaginario que es la lengua nacional. Desarma la presunción del “bien decir”, la ilusión cómica de la regla y las jerarquías discursivas. Toma al habla no un objeto sino un proceso vital donde la verdad se elabora y se cifra como una herida. Pero también sigue los desvíos de frases hechas, modismos, flexiones sintácticas, torsiones gramaticales, mutaciones y confusiones léxicas: las formas ciegas de la fábula (que anuda el asesinato al ajusticiamiento) en que el terror marca las formas de la ficción social.
Más que la opacidad y la singularidad, son la indiferenciación y la aparente transparencia las que da la pauta del peso de lo sublimado. El contenido de verdad de la obra se grava tanto en las voces de la cautiva (privada de libertad e identidad) y el secuestrador (perdido el delirio místico-religioso que sucede a la culpa), como en los silencios compartidos por los otros. La ficción interpela a la historia y confirma que la verdad no es transparente ni se da nunca en estado puro: aparece donde menos se la espera, entreverada en lo cotidiano, lo banal, lo falso y lo miserable.

Tartabul, la novela alucinada que cierra con un fogonazo la densa opacidad del siglo 20, es el antecedente necesario. Entre los personajes enloquecidos de Viñas y los entrañables locos de Arlt se trama la escena imaginaria de Teatro de operaciones (2013), donde los cuerpos colectivos asumen deseos y la herida de sus imposibilidades. La novela es una pequeña máquina de guerra y conspiración. Está armada a partir de la “caja de Pandora” de discursos y saberes bajos: horóscopos, cartas astrales, misivas conyugales, relatos sueltos de taxistas, planes vacilantes para atentados ridículos y ridículamente frustrados, logias de falsos ciegos y delirios semejantes. El punto de articulación es casi faulkneriano: todo está dispuesto sobre un habla “tontoleca y desidiosa” que crea y recrea formas de vida con derecho a desconocerla aun a ella como “principio organizador”. Los retazos de la lengua popular traen historias menores, rumoreadas, pero también restos de un transido imaginario cultural babélico que mitifica conspiraciones libertarias de otros “tiempos sombríos” y que sueña una imaginaria ciudad anarquista donde un optimismo crítico se opone al optimismo liberal y obligatorio.
La trama lábil que contonea el texto supone también –como el manifiesto erdosainista– los signos de un melancólico revés de sombras. Es el pasaje de la literatura a la performance, de la guerra a la política. El jalón generacional (“rondamos los cuarenta y ésa es justo la edad de los inmunes”, “los sufrientes de la política en los años del menemismo”), que es presentido al comienzo como “miedo de no estar a la altura”, se vuelve enseguida síntoma de una transformación en las modulaciones de la historia.
La red de máscaras y semblantes, su gradación desteñida, ratifica el pasaje. El seudónimo y el apodo están en lugar del nombre de guerra. Lo que vemos también nos mira. Está en juego no ya la función háptica de la mirada (gravitante en Viñas), sino la disposición panorámica y aun lingüística: una relación que determina una instancia escénica, un intercambio. Es decir: no una obsesión posesiva sino de una inquietud de convivencia con una fuerza que nos desborda.
La pregunta por la jefatura, por el éxito de la confabulación y el anacronismo de la clandestinada pierden su aurática mitificación heroica y se vuelven grotescas frente al verosímil de la escena política contemporánea. Del secuestro de Aramburu al de Jazmín (el perro de la diva sin derecho al nombre) lo que se evidencia es la crisis del imaginario épico, el paso de la tragedia a la comedia. Pero no para acentuar un relativismo ecléctico o un “fin de la historia”, sino para dar a entender los nuevos términos de la batalla, para medir las fuerzas propias y las del otro. Para tirar el golpe al mentón o dar el apretón de manos.
La apuesta de López es experimental y política. Supone un movimiento lúcido de desmitificación sin abdicación, que se experimenta en la lengua y su criba política. Sus “locos” van a la locura, no como monstruos de sinceridad, sino como actores tras un rol previsto. Aceptan así la paradoja de las consecuencias y asumen la política de las manos sucias. Cuestionan el delirio de la política de los fines sin encadenarse a las razones de los medios. Y así se despega también el valor político del imaginario progresista de la afectación patética y extorsiva de las trágicas batallas del pasado. Aturullados en un pantano de malentendidos, discuten, conspiran, hieren y son heridos. Son ellos y son los otros: “Ríen de la historia y está bien: reír no nos salvará pero es necesario transitar con risa cualquier páramo”.
La operación es sutil pero de riesgo. Marca un desplazamiento deliberado de la consistencia ideológica oficializada. Eso no implica necesariamente renegar de las convicciones. Supone, al contrario, llevarlas al extremo de su transformación. Porque, si hay todavía una potencia crítica de la literatura, es precisamente aquella que hace de su balbuceo una forma de transgresión de los límites, las convenciones y los sentidos cristalizados en el teatro de la cultura.

*Publicado en Revista Ñ, sábado 8 de febrero de 2014.

La educación sentimental

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En las primeras páginas de Cuestión de énfasis, la inolvidable Susan Sontag describe –con lucidez melancólica– la singularidad específica de la “prosa de poeta” como aquella que hace confluir la imaginación poética y la imaginación crítica. Esta prosa –dice– es excepcional no sólo en virtud a su densidad, velocidad y carácter, sino también –y especialmente– merced su potencia para plantarse ante las zonas ciegas del texto, donde una forma y una materia, una literatura y una vida se articulan como vocación. Literatura rusa es un testimonio lúcido de esa suerte de llamado que se traduce en experiencia radical del pensamiento en el lenguaje.
En el término vocación laten los tres sentidos fundamentales que la prosa de Laura Estrin despierta hábilmente para sus lectores.
En primer lugar, el de la citación que aparece aquí, no en su vertiente judicial (el texto literario está siempre un paso más acá de la culpa y de la inocencia), sino en su condición de testimonio en desvío. La literatura rusa es pues un espacio de inscripción complejo y singular que, para la autora de Parque Chacabuco, exige una “comprensión múltiple: histórica y literaria”. Es un juego de matrioskas y llamados implícitos: Rusia es “un tema, una geografía, una zona” que a su vez acoge otros espacios físicos y políticos; es “una madrecita bestial” y un “triste pantano”, pero es también una sintaxis y una música que traduce una serie de experiencias de vida en el lenguaje.
En segundo lugar, es una exhortación y una invitación. El libro de Estrin confirma, con gentiles pasajes de cita, retrato y contextualización, su determinación crítica de establecerse como una genealogía en tensión que atenta lúcida y explícitamente contra el singular propuesto en el propio título del libro. Los dos vocablos se llaman al evocar un origen. La elasticidad de la lectura oscila de acuerdo a la resistencia que presentan las relaciones entre la alta tradición (Pushkin, Gogol, Dostoievski, Tolstói, Turguenev y Chejov) y la modernización (Biéli, Blok, Gorki, Bábel, Shklovski, Tsvietáieva, Jlébnikov, Platónov, Dovlátov, Brodsky y Tarkovski) en el desarrollo de la literatura rusa. E impregna aun la propia sintaxis del relato crítico, que trabaja con “historias de vida que fueron arte porque la forma se trajo de la vida” y que se compromete activamente en sus amores y en sus desprecios, pero también en su discontinuidad, su impaciencia y sus arbitrarias elipsis.
En este último punto anuda la tercera ascendencia de la palabra vocación. La prosa de la poeta es profundamente autobiográfica. No porque hable de su vida; más bien porque habla de su obsesión a la vez que la realiza como ceremonia vital. Cuando trabaja encabalgada en su deseo inconfesable, la crítica vuelve sobre su propia condición poética y lleva su lenguaje a esa zona de interferencia y experimentación con la escucha –de otros textos, de otras voces– de la que vuelve siempre sensiblemente transformada.
Se lee lo que se lee pero también lo que ha sido leído bajo un régimen de deseos diversos. Esa es la zona crítica de la crítica: la zona de la que no se regresa igual, o de la que a veces sencillamente no se regresa. “Avanzar da miedo, regresar da vergüenza”, dice Estrin. La amenaza es siempre la canallada. De ahí que Literatura rusa presente su ficción crítica a la manera de un viaje o una educación sentimental hacia “una zona sin límites claros”, a la que no se llega más que por “un camino neblinoso”, o por un sendero escarpado, dilatado o interrumpido incansablemente por desvíos y rodeos. Es la jactancia y la generosidad del ensayo: es decir, de esa prosa temeraria que, siguiendo su propio deseo, se ocupa también de aquello que hay de ciego en sus objetos.

* Aparecido en Revista Ñ, Sábado, 12/04/2014.

Cielos despendejados

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La idea de “libertad total” es un fisco teórico, una construcción grotesca y falaz. El libro de Katchadjian coincide rigurosa y desgraciadamente con esa imagen. No porque su tema evoque al de la ideología humanista que solía confundir voluntarismo con solidaridad, sino porque su cáscara de ironía reproduce la superstición canalla que deroga los efectos políticos de la literatura en favor de un conformismo sumiso que licúa su potencia afirmativa.
La estructura y los elementos de la ficción operan en ese sentido: componen una trama morosa, absurda y ajena a toda gestión de verosímil. El género y su ejercitación neurótica pautan las reglas de un juego aséptico y célibe: un diálogo tibio que parodia, en la tontería del cambio de tema, las formas retóricas de la tradición sofística. Lo relatado y el régimen del relato se ciñen a la estructura del chiste o la burla cínica. Que el discurso directo libre al lector del relato sobrador que caracteriza las intervenciones del comediante es un atenuante parvo. El chiste promete un fondo de verdad que hace eco en un círculo cerrado; pero aun el insistente guiño “intelectual” se pierde al no conseguir exorcizar el tedio de su extensión y su ilación caprichosa. La ficción se manca y el texto ni siquiera se digna a confesar su determinación excluyente: su apego a la complicidad de una escucha de “competencia académica”.
Como en la vulgata de la teoría saussureana, en el círculo de baba del relato el valor de los elementos aflora de la economía abstracta del sistema. Cada personaje es una función contrastada en la secuencia: si en la batalla dialéctica pueden esgrimir los mismos argumentos unos contra otros en distintas escenas es porque se definen por su diferencia sincrónica, no por su perfil diacrónico. Aparecen como signos en mutación, sujetos a una reversibilidad incesante. Las voces que imprimen sus presencias son simples, chatas e indiferenciables más que por su colocación en el plano, es decir, en el no lugar de la ficción. Son tiras de lenguaje sin relieve, asidas al elemento mínimo de la letra (A, B, C, D, E, F, G, H, I y J). Ignorando donde están, aceptan la inmaterialidad de ese mundo y la tontería de la trama como una necesidad. El contexto es indiferente. La escena acontece cualquier punto del tiempo y el espacio. Los personajes son formas indistintas que deambulan en un mundo con leyes propias, en un espacio grillado por la retórica que acaba por convertirse en un semblante de libertad. Intercambian roles en un espacio de abstracción consciente, ajenos a todo deseo y a toda necesidad. Sin la determinación material del cuerpo, flotan desligadas de las vicisitudes de lo social y lo comunitario. Sus relaciones son tácticas: se dan en el espacio de un lenguaje frígido y descontextualizado, en un plano de consistencia donde la alteridad queda neutralizada. Sus colocaciones redundan por ello, previsiblemente, en la afectación y el simulacro.
La libertad total coagula así en una sintomática declaración de esterilidad. Cae en el penoso cliché vanguardista que se grava en una idea de literatura entendida como pura inmanencia. La lengua es, en efecto, un sistema de coacción (que obliga a decir); pero literatura de vanguardia no es la que se consuela con sueño de “libertad total” sino la que opta por trampearla atendiendo a la pesadilla de ese resto formal no asimilable donde confluyen la paradoja del “miento” y el oxímoron de la “libertad total”. La razón es simple: su potencia política consiste en abrir pliegues y ensayar transgresiones a través de efectos de verdad; no en hacer de su propia libertad el rosario cínico de una confesión de impotencia.

* Aparecido bajo el título "La dialéctica inútil" en Revista Ñ, Sábado, 26/04/2014.

Mi libro enterrado (Mauro Libertella)

Festival de Literatura de Santa Fe

EL BUITRE

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Érase un buitre que me picoteaba los pies. Ya había desgarrado los zapatos y las medias y ahora me picoteaba los pies. Siempre tiraba un picotazo, volaba en círculos inquietos alrededor y luego proseguía la obra.
Pasó un señor, nos miró un rato y me preguntó por qué toleraba yo al buitre.
— Estoy indefenso —le dije— vino y empezó a picotearme, yo lo quise espantar y hasta pensé torcerle el pescuezo, pero estos animales son muy fuertes y quería saltarme a la cara. Preferí sacrificar los pies: ahora están casi hechos pedazos.
— No se deje atormentar —dijo el señor—, un tiro y el buitre se acabó.
— ¿Le parece? —pregunté—. ¿Quiere encargarse del asunto?
— Encantado —dijo el señor—; no tengo más que ir a casa a buscar el fusil, ¿Puede usted esperar media hora más?
— No sé —le respondí, y por un instante me quedé rígido de dolor; después añadí—: por favor, pruebe de todos modos.
— Bueno —dijo el señor—, voy a apurarme.
El buitre había escuchado tranquilamente nuestro diálogo y había dejado errar la mirada entre el señor y yo. Vi que había comprendido todo: voló un poco, retrocedió para lograr el ímpetu necesario y como un atleta que arroja la jabalina encajó el pico en mi boca, profundamente. Al caer de espaldas sentí como una liberación; que en mi sangre, que colmaba todas las profundidades y que inundaba todas las riberas, el buitre irreparablemente se ahogaba.

Franz Kafka

Sobre poesía y comunicación

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Reportaje a Oscar Masotta*
Por Oscar Steimberg

Oscar Masotta (1930-1979)

¿Cuáles son los cambios que se operan actualmente en la crítica literaria, y más específicamente en la crítica de poesía? 
La crítica moderna afirma la idea de que la crítica es una reflexión sobre las formas y los contenidos inmanentes a la obra. Actualmente la crítica tiende a escindirse de la historia de la cultura, o se escinde de hecho. La crítica como profesión no es del siglo XX, pero con el movimiento fenomenológico aparece la tendencia a privilegiar la descripción (la crítica de Taine era explicativa, comenzaba por querer conectar la “serie” de los acontecimientos literarios o plásticos con las otras “series” del proceso social: hábitat, geografía, medio, temperamento). Esto es, que no era crítica propiamente dicha, sino historia de la cultura. El crítico actual no se desentiende de las conexiones globales; pero esas conexiones son del orden de un trabajo ulterior. En cuanto a la manera de ver la relación que existe entre cada “serie” (literaria, plástica, musical) y las otras series de la vida social (instituciones, vida económica, procesos políticos, mitos sociales), depende, en general, de los fundamentos filosóficos de cada crítico individual. Por eso, la tendencia actual hace bien en problematizar las conexiones. Es lo que empieza a ocurrir, a mi entender, con la crítica de poesía, si bien la crítica que yo conozco es, en su mayor parte, todavía una crítica fenomenológica, es decir: una crítica que tiende a encontrar en los significados internos de la obra un sentido ya acabado, y que por lo mismo decide prematuramente y a la vez se desentiende del problema de las conexiones (no reenvía a los otros niveles de la vida social).

¿Hay una interacción, o puede establecerse un paralelismo, entre evolución de la poesía y evolución de la crítica? 
Esta es una pregunta que atañe a la historia de la cultura. Y en verdad, el supuesto es que para que haya historia de la cultura tendría que haber un cierto paralelismo. Ahora bien: la metodología actual tal como comienza a generalizarse en las ciencias del hombre, recomienda en general una actitud de reserva con respecto a la idea de paralelismo. El paralelismo ha sido hasta ahora el caballo de batalla, si no la mayor debilidad, de la crítica marxista.

¿Cuál es el último verdadero movimiento poético? 
Entre los que englobaron a la poesía, hasta los años 40, el surrealismo. Las búsquedas artísticas más representativas de este momento, ¿se realizan fuera de la poesía? Si es así, ¿por qué? Tendría que decir que sí (a pesar de que esta contestación, como la pregunta misma, es un poco capciosa). ¿Por qué? Porque la conciencia que a mi entender debería regir las búsquedas estéticas (esto ocurre en las artes plásticas) debería ser, hoy, la del reconocimiento del “boom” de los medios de información. En cuanto a la poesía, ella vive de palabras. ¿Escuchadas? ¿Proferidas? ¿Dichas cara a cara? ¿Leídas? Se dirá: todo a la vez. Es lo que yo creo. Pero es esto lo que descoloca a la poesía para referirse a los medios de información. La poesía es un mensaje que vive en el seno de un canal ambiguo o, mejor, de un híbrido de canales. A medias pensamiento, a medias escrita, a medias sonido material.

¿Cómo podría ella referirse, con su propia materia, a los resultados de los procesos masivos de información, cuanto que estos resultados tienen otra materia y son ambiguos de otro modo? 
Tal vez, no sé, los poetas debieran seguir a los pintores, para demostrar que se puede hacer poesía con otros medios que con el lenguaje verbal incrustado en el papel. O bien deberían llevar al extremo –en la línea del dadaísmo– la posibilidad de jugar con esa incrustación…

*Revista Veinte y ½, Año 1, N° 1, Buenos Aires, marzo de 1967.

Tesis sobre la parodia*

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Por Iuri Tynianov

La estilización está próxima a la parodia. Ambas viven una vida doble: tras el plano de la obra se halla otro plano, estilizado o parodiado. Pero en la parodia es obligatorio el desajuste entre ambos planos, su desplazamiento; por la parodia, el género trágico se convertirá en cómico (da igual si por subrayar lo trágico o por su correspondiente sustitución por lo cómico), y viceversa. En la estilización no hay tal desajuste; en cambio, existe una correspondencia entre ambos planos: el estilizante y el estilizado, el cual se vislumbra a través del primero. Pero, con todo, de la estilización a la parodia hay sólo un paso; la estilización motivada o subrayada cómicamente se convierte en parodia.
Igual se convierte en parodia la estilización donde faltan los objetivos determinados de su realización. La esencia de la parodia consiste en la mecanización de un procedimiento determinado; esta mecanización es perceptible, por supuesto, sólo en el caso de que sea conocido el procedimiento que se convierte en mecánico. De esta manera, la parodia realiza una tarea doble: 1) la mecanización del procedimiento determinado y 2) la organización del nuevo material (a este nuevo material pertenece también el viejo material mecanizado).
La mecanización de un procedimiento verbal puede realizarse por repetición, que no coincide con el plano de la composición; por la transposición de las partes (la parodia corriente: leer los versos de abajo arriba); por el desplazamiento de los significados en el estilo del retruécano (las parodias escolares de los poemas clásicos, añadiéndoles estribillos ambiguos; el estribillo paródico en Las ranas de Aristófanes, agregado a los versos de Eurípides: “Perdió el jarrito”, procedimiento particularmente predilecto de la anécdota); y, finalmente, por la separación de los procedimientos afines y su reunión con los procedimientos contradictorios.
La parodia existe en la medida en que a través de la obra se vislumbra el segundo plano, el parodiado; cuanto más estrecho, definido, orgánico es ese segundo plano, cuanto mayor es el matiz de ambigüedad que presentan todos los detalles de la obra, cuanto más se perciben éstos en un doble plano, tanto más fuerte es el carácter paródico.
Si el segundo plano se diluye en el concepto general del “estilo”, la parodia se convierte en uno de los elementos de la sustitución dialéctica de las escuelas literarias, pasa a ser contigua a la estilización, tal como ocurre en El sueño del tío de Dostoievski. ¿Y si el segundo plano existe, incluso si está bien definido, pero no entró en la conciencia literaria, si pasa inadvertido, si está olvidado? Entonces, naturalmente, la parodia se percibe en un solo plano, exclusivamente por el lado de su organización, es decir, como una obra artística cualquiera.
Si la parodia pasa inadvertida, la obra cambia; así cambia, en realidad, toda obra literaria apartada del plano en que se produjo. También la parodia, cuyo elemento principal consiste n particularidades estilísticas, una vez apartada de su segundo plano (que puede olvidarse simplemente), pierde de manera natural el carácter paródico. Ello resuelve en gran meida la cuestión de las parodias como género cómico. La comicidad es un matiz que acompaña habitualmente a la parodia, pero de ninguna manera es un matiz del carácter paródico mismo. El carácter paródico de una obra se borra, pero el matiz queda. La paria como tal consiste en el juego dialéctico del procedimiento. Si la parodia de una tragedia es una comedia, entonces la parodia de una comedia será una tragedia.

 * Este texto es un extracto del estudio de Tinianov titulado Dostoievski y Gogol: hacia una teoría de la parodia. Petrogrado: Opoiaz, 1921.

Raúl Antelo, conferencia

Roland Barthes: fantasmas de la violencia

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El tema reencuentra siempre el incidente. El 25 de febrero de 1980, al salir de una incómoda reunión con el Ministro François Mitterrand, Roland Barthes fue atropellado por el camión de una lavandería a la altura del número 44 de la calle de las Écoles. Una lluvia intensa había caído durante toda la tarde; razón por la cual, cuando el conductor quiso frenar el vehículo, este resbaló sobre la calzada húmeda y embistió de lleno el cuerpo del crítico francés. Tres días después, Barthes moría en el Hospital de la Pitié-Salpêtrière. Con desgraciada ironía, Jacques Lacan recuperaría alguna vez aquella imagen para reclamar a Barthes no haber prestado la debida atención al «deslizamiento del significante»; más a la altura de su propio pensamiento, Michel Foucault, en cambio, la evocaría en el propio funeral de su amigo, para subrayar el sinsentido de esa muerte sólo atribuible a «la violencia estúpida de las cosas» (Eribon, 1994).
La «estúpida violencia de las cosas», ese sintagma de reminiscencia lucreciana (que Barthes no habría dudado en emplear en toda su intensidad fantasmática como acápite de una pesquisa cuyo secreto deseo no sería otro que el de descamar su artificial naturalización), marca el límite concreto, el callejón sin salida de todo discurso sobre la violencia. Señala, por un lado, las dos mistificaciones de la violencia en que encalla la Doxa (la que la funde en lo irremediable del Destino y la que pretende reducirla y justificarla en la lógica de la Causa); y, por otro, remite al déficit de la teorización misma. La doxa humanista acorrala falsamente el problema en un dilema moral naturalizado (violencia o no-violencia). El dilema complace al progresismo bienpensante y crea un semblante que no mitiga ni da cuenta de la complejidad real del la problemática. Para evadir esa casuística de la frustración es preciso llevar la cuestión hacia un trilema, tal y como lo hace Roland Barthes en su reflexión sobre el vivre ensemble. Porque si la estupidez naturalizada de la violencia cancela –ipso facto y por absurdo– todo intento de hablar de la violencia, todo discurso sostenido sobre la violencia articulado sobre un dilema moral excluyente se vuelve a la vez irrisorio, voluntarista e insignificante. Cuando el dilema se circunscribe al “sí” o al “no” a la violencia, lo que está siendo negado es el verdadero interrogante: el qué hacer con la violencia. Porque, finalmente, ¿desde qué punto incierto, desde qué lugar, desde qué inscripción moral de la buena conciencia o de la mala fe, es dable sostener un discurso sobre la violencia capaz de saltar el suelo cenagoso de la fraseología hipócrita que, en la ostentación de un sentido, oculta ante todo la miseria de su propia impotencia? Y, viceversa, ¿desde qué distancia aséptica es posible imaginar siquiera un discurso libre de su fantasma cuando su asedio remite al fundamento mismo de toda discursividad?
La respuesta a esas preguntas –a las que, de manera admirable, invita a entrar Aufstieg und Fall der Stadt Mahagonny de Bertolt Brecht, y cuya salida sólo es admisible desde una experiencia límite como la de Samuel Beckett en L’Innomable– no es sencilla. Se encuentra, para decirlo brevemente, en la composición de una lógica (ajena a toda superstición dialéctica y a todo voluntarismo progresista) a cuya genuina comprensión sólo se asiste por un rodeo al efectismo de la doxa, es decir, en el movimiento sintáctico de la paradoja: «je ne peux pas continuer, je vais continuer». No es posible continuar; hay que continuar. No es posible hablar; hay que hablar. ¿De qué modo? En primer lugar, como bien apunta Michel de Certeau (2009), tomando a cargo el propio lenguaje humillado como índice de un estado de situación: reconociendo que la violencia no es un objeto exterior que se ofrece a la reflexión del observador. Es el fantasma con que se nombra una fuerza que está inscripta en el lugar mismo, desde el discurso que la aborda se produce su enunciación y es por ello que, en cierta medida, determina indefectiblemente el ser de sus enunciados (1).
Está claro: «lo previo a una discusión sobre la violencia es justamente aquello que traiciona este discurso tramposo y débil» (De Certeau, 2009:72). Pero eso que en De Certeau es señalado con un deíctico circunscribe la pauta de lo problemático sin abordar el problema. Que el lenguaje con que se intima esa violencia descarrile entre su complicidad con él y su expiación, o que el lenguaje mismo prefigure y ejecute la violencia como forma cierta del Poder, revela la naturaleza fascista de la lengua, donde servilismo y poder se confunden ineluctablemente. Para resistir la inmovilidad en que el pensamiento encalla en esa ciega encrucijada, en un intento por saltar el cerco de la generalidad, la gregariedad y la moralidad del lenguaje, hacia 1978, Barthes propuso los trazos generales de un modelo de pesquisa teórica para abordar fantasmas (lo Neutro, el Vivir-juntos, lo Imaginario, etc.) cuyo pliegue al interior mismo del lenguaje volvía prácticamente intratables (2). Delineó así las pautas generales de lo que él mismo entendía como una «investigación fantasmática»: una excusión que busca sostener un discurso sin imponerlo. En ese punto, la investigación plantea un modelo de enseñanza –cuya forma elaborada remite al personaje de Joseph Jacotot en la impactante elucidación de Jacques Rancière (1987)– donde lo que se enseña no es lo que se sabe, sino precisamente lo que todavía no se sabe (Barthes, 2003a:146-148). Esa investigación del fantasma y sus contenidos imaginarios (en proliferación y deriva) se quita al callejón sin salida de la violencia o la oblación y roza si se quiere la suspensión de lo Imaginario: se da en la experiencia de una meditación que articula el «no conocimiento» («inconnaissance»), el deseo («que simplemente vibra») y el No-querer-Asir, en «un trabajo poético, carnal, nocturno y luminoso, de no conocimiento y desposesión» (Marty, 2007:277). El fantasma es entonces ese enredo y desenredo, ese nido/nudo de víboras que produce una condensación temática. En él y a través de él, el pensamiento se vuelve activo y presente. Corre a través de los intersticios que la palabra que lo nombra presenta en el «centelleo inmóvil que recorre su laberinto, en la pura inmanencia de su reiteración o su proferición: jamás en una trascendencia exterior» (Marty, 2007:281).
La investigación fantasmática supone rastreos y asedios no conclusivos desde/hacia un tema sentido como propio a partir de la presencia centelleante de un fantasma (3). De ese modo, la propia exploración y el propio asedio se ligan (en un sentido amoroso) y se incorporan al fantasma, expandiéndolo y transformándolo. El fantasma es pues él mismo «un retorno de deseos, imágenes, que merodean, se buscan en nosotros», y que «sólo cristalizan gracias a una palabra» (Barthes, 2003c:48). Esa palabra, que es su «significante mayor», induce la exploración y el que la soporta: «El fantasma se explota así como una mina a cielo abierto» (Barthes, 2003c:49). Pero el fantasma es también, y ante todo, ese espacio de límites siempre expansibles que acoge el problema en toda su complejidad a la vez que, como lo prueban casi dos siglos de investigación lingüística, existe como tal en una defección del ser. De ahí que la investigación que convoca sea fundamentalmente la de un asedio reflexivo y laberíntico que «deshace todas las recuperaciones, las conclusiones, las reflexividades» evitando ante todo que sus propios resultados se transformen en «el material de un nuevo dogmatismo» (Marty, 2007:282). Se trata pues de un modelo de investigación que se quita a la arrogancia de los «discursos triunfantes» y se propone como «método», sous le soleil de la grande recherche nietzschéene, es decir, como alternativa al régimen violento impuesto por la lógica de «adiestramiento y selección» en que se apoya la Cultura (4).
Las «excursiones libres» que plantea la investigación fantasmática suponen un alto a la violencia impuesta por el propio discurso al interior de esa violencia sistematizada que manca el pensamiento en el orden de la Cultura. Multiplican las entradas y las salidas del texto. Deshilachan el hilo de Ariadna con que se teje ese espacio laberíntico produciendo desvíos, deslizamientos de los sentidos culturales naturalizados. Configuran un «método» de asedio que no encalla ya en la reducción prefigurada en la semiología positiva expuesta en Le système de la mode (1967). No es un proceso que lleva a un objetivo, ni es un protocolo de operaciones para obtener un resultado; tampoco supone la moralidad de orientación por un «camino recto». El método barthesiano es una «escucha de fuerzas», un dispositivo que funciona a la manera de una ficción y del que, al menos a priori, no debe esperarse nada. Contra toda generalidad, apela a la potencia de lo singular; contra todo régimen utilitario, a la potencia de lo inútil; contra todo historicismo, a la potencia de lo inactual. En consecuencia, en el modelo de esa búsqueda, el problema de la violencia no se constituye como “objeto” sino como experiencia de una relación fundamental de fuerzas.

(Acá se encuentra disponible el texto completo)

Notas
(1) «El hecho que se impone antes de cualquier examen de los hechos es que la violencia está marcada al rojo vivo sobre este “lenguaje enfermo” (Austin), objetivamente servil, utilizado –dijere lo que dijese– por el sistema que ha recusado, y tomado, importado, “rehecho” por las redes comerciales en las que el funcionamiento socioeconómico está más cargado de sentido que todos los contenidos ideológicos» (De Certeau, 2009:71). 
(2) En el nostos que configura la experiencia intelectual de Roland Barthes, es patente la construcción fantasmática de los temas alrededor de un insistente y eficaz recurso gramatical que condensa: artículo definido + mayúscula + la enallagè (que hace pasar el adjetivo al rango de nombre, es decir, de Idea). A partir de un examen minucioso de estos recursos, Jean-Claude Milner ha propuesto recientemente la tesis de un retorno de Barthes sobre los tópicos filosóficos fundamentales del siglo XX a partir de un «platonismo de la pesadumbre». (Cfr. Milner, 2004). 
(3) Sobre este punto véase especialmente “Escribir los propios temas” (Crespi, 2011:143-164). 
(4) En varios pasajes de sus cursos y seminarios en el Collège de France, Barthes cita a Nietzsche en este sentido a través del precursor trabajo de Gilles Deleuze. En una de esas citas, situada específicamente en La preparación de la novela, Barthes explicita su alineamiento con el punto de vista nietzscheano: «La cultura, según Nietzsche, es esencialmente adiestramiento y selección. Expresa la violencia de las fuerzas que se apoderan del pensamiento para hacer de él algo activo, afirmativo. Sólo se entenderá este concepto de cultura si se captan todas las formas en que se opone al método. El método supone siempre una buena voluntad del pensador, una ‘decisión premeditada’. La cultura, por el contrario, es una violencia sufrida por el pensamiento bajo la acción de fuerzas selectivas, un adiestramiento que pone en juego todo inconsciente del pensador» (Deleuze, 1986:153).

LA IMAGINACIÓN POSHISTÓRICA

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La imaginación poshistórica
Límites y umbrales en la narrativa argentina del siglo XXI
SEMINARIO DE POSGRADO
Docente: Dr. Maximiliano Crespi 
Segundo cuatrimestre de 2014 
Departamento de Humanidades de la UNSur

Fundamentos, objetivos y perspectiva

El siglo XXI es el siglo del día después de mañana. Es el siglo que sucede a la edad de los relatos de utopía y las catástrofes. Pero pese a que unos y otras continúan ejerciendo sobre él una influencia casi extorsiva, una serie de síntomas permite entrever un cambio sustancial en el orden de la imaginación. El tiempo en que una humanidad sin resto se precipitaba hacia la náusea, el siglo del exterminio y la guerra total ha dado lugar al siglo del recelo, la indolencia y la desolación que impregna los estados de la imaginación contemporáneos. El poshumanismo y la crisis indeclinable del historicismo reenvían a la imaginación del desastre, no en un ademán de conjuro profético sino en gesto de exhibición casi obscena, que carga el rostro del Angelus Novus de Klee, en la lectura benjaminiana, de un semblante de perversión impensada: la de la mirada fascinada ante el fin de la historia no como implicación de un final sino como facticidad inminente de una extinción.
La era poshistórica —estudiada desde una visión de izquierda por Lutz Niethammer y simplificada luego grotescamente por el conservadurismo de Francis Fukuyama— está, como ante el genoma, en posesión de un código que no sabe cómo ni con qué sentido interpretar. El optimismo cifrado en el progreso evolucionista y en la voluntad colectiva cede paso a la incertidumbre y ésta a un pesimismo lúcido que mira el mundo y ve las grietas que prefiguran el desastre. En ese contexto la imaginación literaria trama, no una exaltación pornográfica de la potencia destructiva, sino la inquietante sospecha de inminencia. Aun cuando ponga en juego sus retoricas, la literatura del nuevo siglo es antirrealista, antidogmática y antiiluminista, pero también obsesivamente heterotópica y cenitalmente heterotrófica. Trabaja con el delirio monstruoso y con el ridículo de lo cotidiano: hace del resto o del exceso el espacio de recesión de los sentidos consensuados.
La literatura del nuevo siglo es la del día después del relato, no porque la dimensión narrativa haya sido abandonada, sino porque la función y la teleología del relato declinan irreversiblemente. La narración sobrevive aun a la defunción de los géneros, que ya no pueden ser salvados en nombre ninguna pedagogía realista, coherencia estructural, profundidad psicológica o compromiso histórico. Que el relato haya terminado pero que la narración sobreviva a sus restos corrobora —no sin cierto sesgo de ironía— las conclusiones de Niethammer: en el espacio imaginario la cuestión del sentido eclipsa aun a la de la supervivencia. Por ello, el espectáculo del origen y el fin se cifran anudados en un texto perverso que sólo habilita una dialéctica suspendida. Es esta perversión la que afecta las prácticas de la lectura y, con ellas, el continente de la literatura misma. El desastre se hace presente especialmente en lo imperceptible porque lo imperceptible se afirma como origen de un sentido trágico para un mundo estancado, extenuado y consumido aun en sus propias fantasmagorías apocalípticas. La paranoia del nuevo siglo no es la de la catástrofe final sino la del languidecimiento indefinido, la de la sospecha de que todo ya haya tenido lugar.
Su imaginación no es la del hallazgo novedoso sino la del descubrimiento de nuevos patrones de percepción. La condición central de su ficción no radica pues en una propiedad específica de los textos, sino una nueva disposición de la lectura. Sobre cualquier plano secuencia se despliega una maquinación que ilumina relieves ocultos, presencias invisibilizadas y relaciones furtivas con lo siniestro: todo lo que se supone “normal” o “natural” arroba un componente siniestro o por lo menos inquietante. Lo que hay de nuevo en esta escena imaginaria es la disolución de los horizontes de lectura, la reversibilidad de los universos y de las líneas temporales, el desdoblamiento de las identidades, la aparición del zombi y el mutante como formas de vida que trabajan en la disolución de la consistencia humanista sobre espacios de sincretismo cultural.
Algunos exploran la tontería, la dilación del “yo” y el trastorno del punto de vista frente a lo siniestro de la historia; otros abren el juego de la ironía, el sarcasmo y la infamia para abordar lo insoportable al otro lado del espejo. En cualquier caso, la mayoría sostiene una sonrisa insensata y atenta o una mueca de desconcierto y recelo. Son bestias adaptándose a nuevos modos de vida. Pero son también formas de vida que ponen en escena nuevos protocolos de experiencia y nuevos registros de percepción al interior de una estructura de sentimiento en ciernes.
Sin configurar representaciones lineales, la imaginación literaria traduce una inquietud ante la pérdida y transformación inevitable de un cúmulo de experiencias, de gestos y de cualidades contenidas en el sentido de lo humano. La tensión, la contradicción y la lucha que desencadena la ruptura o la imposición de nuevas estructuras de percepción en la que el presente se concibe como un puro instante de peligro. Esa vacilación constante se replica en la pulsión diegética, al punto que termina por definir el denominador común sobre el que se articula una estética y una política: la reduplicación de las identidades (las formas de vida no coinciden rigurosamente con la facticidad de los seres), la postulación de un mundo y un tiempo alterno al interior del conocido —y sólo reconocible a partir de una repetición que distorsiona levemente la convención—, la decadencia o la corrupción irremisa del conjunto de los saberes científicos establecidos a partir de un cúmulo de saberes bajos, geológicos o aun prehumanos. El tiempo sobre el que trabaja cada una de las narraciones poshistóricas ilumina una hebra en un tejido múltiple, complejo, fluctuante, y se resuelve en una estética de la incertidumbre que lleva implícita una ética de la autodestitución subjetiva y el goce.
Arrastrada ese embudo de incertidumbre la imaginación poshistórica rompe la dialéctica de la linealidad progresiva articulando un gambito de caballo, un salto cuántico —para decirlo con Jameson— hacia una casilla no desarrollada (o subdesarrollada), y confirma la persistencia de una ética o una conciencia plena del desastre y el abandono. Esa ética se traduce en un haz de tendencias estéticas y estilos que configuran un sistema complejo de libertad y determinación: un conjunto de posibilidades creativas que responden a la situación que articulan y que trazan los límites y umbrales de la praxis, es decir, los límites y umbrales del pensamiento y las proyecciones imaginarias.
El programa que a continuación se presenta busca rastrear los matices de esas tendencias y esos nuevos patrones de percepción e imaginación en un conjunto amplio de textos y relatos de la narrativa argentina reciente. El corpus recortado no constituye —en sí o de por sí— un sistema cerrado o excluyente. Los textos que lo componen han sido reunidos con un criterio pedagógico abierto, teniendo en cuenta especialmente su manera de plantear el deslinde es las problemáticas mencionadas. Pero el objetivo del curso no es ceñir su horizonte de emergencia e historización del mismo a un contexto específico. Al contrario: lejos de eso, y tratando de responder a su pulsión más radical, lo que se busca es dimensionar su interferencia en un contexto definido no como determinación sino como una condición prácticamente negativa.
La perspectiva de trabajo de estas lecturas no es inmanentista sino deliberadamente relacional: su obstinación radica en partir de ese no-lugar que es el registro de la imaginación para pensar la potencia del jeroglífico literario y los límites y umbrales que constituyen el soporte conjetural para una ética futura. En cualquier caso, se trata de leer una serie de experiencias estéticas a partir de sus elecciones deliberadas —de tácticas fabulatorias y estrategias ficcionales— y sus lapsus accidentales en su potencia para agrietar la consistencia de un orden de verdad naturalizado. Cabe señalar finalmente que, pese a su inscripción en coordenadas históricas y culturales precisas, no se tratará de reducir la lectura sólo al examen de las representaciones de tal o cual situación de desastre pasado o futuro, sino que se trabajará más bien en la elaboración de hipótesis tentativas en torno a su proyección imaginaria en un horizonte de contradicción y sobredeterminación presente y real.


Hernán Vanoli: Puig con Arlt*

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El proyecto literario de Hernán Vanoli despliega su performance política como ejercicio de desmitificación ideológica. La pulsión crítica que lo mueve busca siempre corroer la cáscara “neutra” tras la que el imaginario burgués se justifica (e invisibiliza) como “sentido común”, cómplice de la desidia, la mala fe y la demagogia oportunista que tributan en el chantaje de “lo más repartido”. La crítica es genuina porque no discrimina canallas: cae tanto sobre la coartada miserable de la derecha liberal como sobre la que confunde –sin inocencia– un tísico progresismo cultural con literatura de izquierda.
El registro crítico de su ficción se apoya en la ironía y el sarcasmo. La primera, apuñala; el segundo, da el golpe de gracia. Los riesgos que toma no son pocos; sobre todo porque –pegados en el collage de futuros delirados o consumidos por la violencia del desastre– esa ironía y ese sarcasmo remiten siempre a prácticas sociales o discursivas activas. La ficción vanoliana es una arqueología futura que se alza sobre las ruinas de los lenguajes del presente. Las cristalizaciones de lenguaje (i. e.: operadores de ideología) muestran siempre las costuras: la ficción irónica desarticula la costra naturalizada de los imaginarios de clase y la fábula sarcástica frustra las convenciones y las demandas de la historia.
1
Las mellizas del bardo
(Clase Turista, 2012)
Resulta altamente sintomático que ese proyecto, que incluye a Varadero y Habana maravillosa y Pinamar, y que implica una renovada apropiación de Puig, recién empiece a consolidarse y definirse, de un modo oblicuo, en la deriva ficcional que han ido tomando sus intervenciones twitteras bajo el skin @volquetero. No importa qué es un autor; importa cómo se hace: de qué modo se construye –contra la alienación que imponen los modos de producción discursiva de la época– una máquina de guerra. La tarea no es sencilla. Implica comprometer la experiencia literaria en el desastre de lo colectivo; y, claro está, de esa participación trágica casi nunca se sale indemne.
Desprolija, plagada de erratas, rabiosa y aliada a un género border, Las mellizas del bardo es arltiana en su moral de lenguaje y en su constitución temática. La zona de clivaje de esta pulp fiction delirante y posapocalíptica es el nudo ciego de épica delictiva, rufianesca y melancólica, negociaciones miserables, manipulaciones grotescas, pasiones genuinas y sublimación resignada que se teje tras el imaginario futbolístico y para-futbolístico. Tras fábula, el vertiginoso road movie pone en escena el ridículo de cualquier canción de desconfianza. Montado sobre una voz femenina no siempre homogénea, el relato burla las alegorías políticas rudimentarias y dirige su apuesta crítica, no a la descripción alucinada de personajes determinados por su inscripción social, sino a la deriva irreversible liberada por el acontecimiento: la historia no justifica la acción, la acción hace la historia.
Pero hay además, en esta sci fi infame, una astucia de picardía borgeana. La nouvelle subraya insistentemente –en la interpelación sostenida del narrador a un hipotético lector plural– la condición parafílica que constituye el nervio último de las literaturas contemporáneas. Hace foco en el morbo y las perversiones visuales (voyeurismo y exhibicionismo) que modelan el ser y el sentido de los relatos y gravan la trama erótica de la percepción.
La interpelación arroba aún un último puntazo irónico. No importa qué es literatura; importa cómo se lee. Es la incorporación concreta de un modo de mirar a un modo de ser: lo literario no es una propiedad de los textos, sino una disposición (ética) de la mirada. Un retruque lúcido y sutil a aquel prejuicio que desprecia lo etnográfico reduciéndolo a una lamentable retirada de lo literario.

*Aparecido bajo el título "Cuando Puig se cruza con Arlt" en Revista Ñ, 19/01/13. p. 24.

Lennon: el prosista inadvertido*

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En la astuta “Inadvertencia preliminar” a su traducción “al lenguaje popular de Buenos Aires” de John Lennon in his own write (editada por Bocarte en 1967), Jaime Rest hace una advertencia paradójica con relación a su lectura: hay que tomarse en serio este libro que abomina de toda seriedad. No sólo porque asume que “el colmo de la hilaridad es tomar las cosas con compostura y circunspección”, según proceden los “asnos pomposos”; sino también porque él mismo, como traductor, no puede negar la certeza de estar presentando un texto que está en lugar de otro que, a su vez, parece estar en lugar de “nada”.
El absurdo tiene sentido. Rest inscribe la poética lenonniana en una de las corrientes “más auténticas y elementales” de la literatura inglesa: la “que cultiva el absurdo y que ha llegado a constituir un género propio denominado nonsense”. Grava su linaje con antecedentes ilustres que se remontan a los hieroglyphs de James Joyce, las portmanteau words de Lewis Carroll y los limericks de Edward Lear. De ese modo, las “ininteligibilidades deliberadamente significativas” de Lennon se ligan a una corriente poética (durante mucho tiempo tenida por “un área menor y disparatada de la actividad artística”) y afirman su valor específico en su potencia para romper con la naturalización lingüística de “experiencias cuyo reconocimiento explícito habitualmente fue reprimido o disimulado de manera deliberada o inadvertida”.
 La inscripción no es caprichosa. La humorada de Lennon se vuelve crítica cuando busca la caricaturización y parodia del lenguaje de kis betters, de los snobs, de los locutores de la BBC, de los oxonienses, del queen’s English, de personajes de la política británica o de las composiciones poéticas de la “alta” literatura. Pero también suele caer en la trivialidad, cuando el predominio del tono lúdico relativiza la “intensidad agresiva” de los textos, que sólo se reivindican en la anécdota y la gentil indulgencia de un desaprensivo lector.

*Aparecido en Revista Ñ, sábado 16 de febrero de 2013.

Mansilla, en viaje

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Lucio Victorio Mansilla (1831-1913)
En un ensayo dedicado al del Príncipe Hermann von Pückler-Muskau a Londres, el historiador alemán Rainer Gruenter sostiene que el último estadio de desarrollo cultural del viaje es aquel en que el viajar se instituye como “finalidad en sí”, porque en él el viajero “hace experiencia”. Este viajar sin meta –que para Baudelaire definía al “verdadero viajero”– es el sucesor burgués del paseo aristocrático del caballero y su ejemplo europeo clásico acaso sea el Viaje a Italia de Goethe. Que por estos lares el mote del “gran escritor viajero del siglo XIX” se ligue indefectiblemente al nombre de Lucio V. Mansilla no es raro. Bajo la pluma de este escritor heterodoxo, el viaje se articula sobre una multiplicidad de instancias que comprometen tanto a esa “forma pura” propia de la educación sentimental de la nobleza como al interés político, comercial o recreativo que grava su caricatura en el “viaje burgués”. Pero, a diferencia de otros viajeros patricios como Wilde, Cané, Lucio V. López o su hermana Eduarda, este “proustiano inaugural” hizo además del viaje una experiencia única, al punto de convertirlo en su pulsión de escritura.
Luis Gusmán ha descrito con lucidez los modos en que la escritura del dandy perfila sus excursiones en el tiempo de la memoria y tanto David Viñas como Noé Jitrik han ahondado en la significación política y social del viaje para la generación del ’80, de la cual el sobrino díscolo de Rosas es uno de los más conspicuos representantes. Pero aún está por escribirse ese viaje por el viaje que, multiplicado en escenas recurrentes (“anécdotas”, “impresiones”, “recuerdos” e incluso “crónicas”), casi encuentra su ubicuidad en la dispersa producción escrita de Mansilla, donde confluyen la sutil ironía del causeur, la severidad del cronista militar, la agudeza del antropólogo amateur y las miradas del empresario, el explorador y el corresponsal periodístico.
Dos libros recientes coinciden en recobrar esta veta crucial de la producción literaria de Mansilla. Diario del viaje a Oriente (1850-1851) y otras crónicas del viaje oriental, editado por María Rosa Lojo, transcribe dos manuscritos ológrafos de un diario hasta ahora inédito que da cuenta de la atenta mirada de Mansilla respecto de esa forma cultural de la alteridad absoluta que es Oriente. La bitácora corresponde al primer viaje de Mansilla a la India, Egipto y un puñado de países europeos. Es un viaje iniciático. El joven Lucio cuenta con sólo 18 años y describe –tímidamente– la experiencia de una travesía intensa que se extiende por casi un año y medio. Da cuenta de su embarco en Buenos Aires, del cruce del Atlántico a bordo del Huma, de su desembarco y su vida social en Calcuta, y narra –con ciertos tintes irónicos– una serie de aventuras ocurridas en el difuso interior de la India: su paso por Chandernagor y Madrás, su travesía de Adén a Suez a través del Mar Rojo, su lenta caravana hasta El Cairo, su encuentro con las colosales pirámides y su estadía en Italia. El diario se detiene abruptamente en su paso por Florencia y no registra el resto del periplo europeo que retrospectivamente referirán otros textos del autor. En el volumen en cuestión el diario es completado con otras crónicas del viaje oriental aparecidas en El Plata Científico y Literario y La Revista de Buenos Aires.
Los escritos de viaje reunidos en El excursionista del planeta corroboran lo que en aquel diario es una latencia: en Mansilla la experiencia del viaje y la del estilo están prácticamente sobredeterminadas. El generoso volumen seleccionado y prologado por Sandra Contreras incluye textos del viaje a Oriente y Europa (1850-1851), pero también del viaje comercial al Paraguay (1977-1879), su comisión militar en Europa (1881-1883), la misión de estudio sobre la organización militar en Grecia (1897), la estadía como Ministro plenipotenciario en Berlín, Viena y San Petersburgo (1899-1901), y de su estadía en Paris, donde residió desde 1902 hasta su muerte en 1913, y donde ejerció labores de corresponsal para varios diarios. Pero incluye además causeries en que se oyen los ecos de ese “deliberado viaje a la barbarie” que supone Una excursión a los indios ranqueles.
Desde una prosa elegante –que, al decir de Borges, aspira al pequeño milagro de la página perfecta– y un ingenioso y sutil anecdotario, el viaje de Mansilla se resuelve siempre como un viaje desde y hacia el estilo. La razón es doble: el estilo es el hombre al que uno se dirige, pero también es la forma en que los otros dicen lo que son. El viajero lo intuye: el espectáculo imprevisto de otro semblante se ofrece a él bajo diversos rostros. El viaje se efectúa como experiencia de una alteridad que no necesita ser risueña ni envidiable y que aun a veces talla en la medida de lo monstruoso. La intuición se vuelve certeza: viajar es descubrir en uno mismo esa extrañeza reconocible, esa destello vital, enteramente opuesto y perfectamente igual al que se lee en las páginas de un libro (“viajando sucede lo mismo que leyendo”, dirá en su obra magna). El viaje es a la vez una experiencia política y vital que realiza una distancia.
Los signos de la distancia se presentan a los ojos del extranjero encarnados en un paisaje o en una escena viviente. Él lee esas formas de vida sin olvidar que escribir es a la vez “un arte y un juego”. Toma del juego el acento displicente de lo conversacional y del arte la pretenciosa soberbia de lo único. La singularidad del estilo aflora en el modo de dibujar el paisaje, armonizar sus líneas y sus sombras, desplazar o perder la perspectiva en función de digresiones. Lo que testimonia la experiencia son los momentos en que el relato se sustrae a la consistencia de la propia clase y la propia cultura. Es ahí donde se produce el saber del viaje, el que pone al viajero en una perpetua situación de extranjería, obligándolo a experimentar –aun en lo más íntimo– la impermeable resistencia de lo real.

*Aparecido en Revista Ñ, sábado 4 de abril de 2013.

Rugidos (Legados de León Rozitchner)

Mi libro enterrado (Mauro Libertella)

La escritura de lo imposible*

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LITERAL VUELVE
La reedición facsimilar de Literal encarada por la Biblioteca Nacional, bajo curaduría del especialista Juan Mendoza, viene a cubrir una demanda concreta. Por un lado, porque los cinco números (publicados originalmente en tres volúmenes) de la mítica revista fundada entrados los ’70 por Osvaldo Lamborghini, Germán García y Luis Gusmán, sólo se conseguían hasta ahora en borrosas fotocopias en los alrededores de la Facultad de Filosofía y Letras. La revista, cuya intensidad de afecto ha sido atentamente subrayada por Alberto Giordano, y en cuya constelación nominal se suelen incluir los nombres de Josefina Ludmer, Jorge Quiroga, Julio Ludueña, Lorenzo Quinteros, Ricardo Ortolás y Horacio Romeu, pero también los de Oscar Steimberg, Luis Thonis, María Moreno, Edgardo Russo, Tamara Kamenszain y Héctor Libertella, permanecía aún semiclandestina y sólo había sido rescatada parcialmente hace unos años por el sello Santiago Arcos. Pero de aquella compilación de 150 páginas realizada por el propio Libertella a las 520 de la edición facsímil (que reúne la totalidad de la revista) hay, además de una distancia específica en términos cuantitativos, una diferencia cualitativa. No sólo porque aquella edición era ya, por supuesto, una versión libertelliana del acontecimiento Literal (compilar es cortar; leer es disponer un corte); sino porque en esta ocasión, para alegría de fetichistas e investigadores vehementes, se recuperan el diseño, la composición y el paginado originales de la revista que recobra así su concepto objetual, incluyendo desde su particular paratexto y sus “errores técnicos” a sus avisos publicitarios.
En segundo lugar, la reedición constituye también un acontecimiento político y una apuesta fuerte por parte de la Biblioteca Nacional. Literal no es Contorno, ni mucho menos Envido (las otras dos revistas reeditadas bajo la administración González). Es sin duda un objeto más difícil de identificar con el perfil que caracteriza su generosa política editorial de rescate. Literal es una revista irreverente, arisca e impiadosa. No da tregua a sus “enemigos”. Se planta de frente al estereotipo políticamente correcto de “escritor comprometido” y cuestiona desde su ficción-teórica los modos lineales y estandarizados de la relación entre literatura y política, donde todas las series discursivas declaraban su indefensión (su impotencia) ante las imposiciones de la Historia. Subvierte la razonabilidad de una hegemonía discursiva consensuada con arreglo a fines. Y lo hace en una actitud violenta, en los registros más provocativos: vulnerando con pasión vejatoria la solemnidad del documento, negándose a discutir la censura (porque oponerse a ella es ya aceptar los términos que la censura impone), apropiándose del formato libro para rechazar a Los Libros, destituyendo la paternidad textual para celebrar la bastardía en el “orden” de la literatura, disolviendo la organización genérica para reconocerse en la deriva del texto, conspirando en su retórica compulsiva para suspender el final esperado de la conspiración misma, fundando un principio de familiaridad a partir de la promiscuidad incestuosa, confundiendo los trabajos de la escritura en el goce soberano del juego, disolviendo al Hombre en sus intercambios, haciendo de flujos y fluidos el lugar de toda experiencia. Alguna vez incluso María Moreno leyó en esa suerte de trasvaloración nietzscheana que pulsa la escritura literaliana ciertos efectos sarmientinos: con “instantaneidad de ráfaga”, los textos de Literal se aferran al deseo de escritura, a la vez que rechazan las demandas del Saber; no se escribe lo que se sabe sino para saberlo perdido en la letra, se escribe contra el mito del escritor “natural” confiando la potencia inventiva a lo desencadenado por el lapsus, el error, el desconcierto y la tontería.
En todo caso, Literal, esa revista-libro que levanta su nombre como un “grito de guerra” contra toda heroicidad investida, supone un pliegue “maldito” sobre una época cargada de voluntarismo, violencia y pedagogía pueril. A la presión ejercida por la “realidad política” sobre la “literatura argentina”, la respuesta literal es categórica en su irreverencia, tanto respecto de su origen (lacaniano: “Lo real es imposible”) como de su destino: “La literatura es posible porque la realidad es imposible”. Pero eso no es todo. A la extorsión de la Historia opuso con insolencia el resto del texto; a la hegemonía naturalizada de la representación, la flexión literal; a la poética voluntarista del “compromiso político”, la descomposición provocada por la intriga irresuelta; a la lógica iterativa y policial de la explicación, la deriva lúdica y paradójica de la exploración significante.
En virtud de esa serie de operaciones calculadas, Literal parece hoy la uña encarnada de un imaginario populista inconsciente de sus propios límites. Fue –parafraseando al Nicolás Rosa lector de Borges– otro hecho maldito del país populista. Lo fue en tanto tuvo el valor de denunciar la loca escalada de una “épica de la coyuntura” que mal travestía “una metafísica del oportunismo”, pero también en tanto se negó a taparse los ojos y se obligó a pre-decir –con precisión asombrosa– el funesto desenlace de las nupcias entre la Utopía y el Poder. Y es por eso que esta revista de vanguardia, que habría que pensar desde la “Teoría del residuo, la mezcla y el fragmento” de Daniel Link, retorna hoy con la talla de una interrogación política, en tanto deja expuestos ciertos modos de la arrogancia discursiva que, en el presente, se asumen sin más desde un punto impreciso entre la buena conciencia y la mala fe.

LAS DOS LITERAL
Leída en perspectiva, “de cabo a rabo” y en un único tomo, la revista hace visible una interesante transformación. En el grueso volumen que atesora esa extraña excursión vanguardista por el campo sin fronteras de la letra, se dejan leer dos literales o, por lo menos, dos momentos cruciales en la deriva Literal. Podría decirse incluso que, desde el primer volumen al último (que contiene los números 4/5), la publicación se transforma sensiblemente de una revista-artefacto, eminentemente vanguardista, a una revista articulada ya sobre la generalidad de una convención cultural. Si hubiera que ilustrar con nombres propios a condición de adjetivar ese perceptible “paso”, podría proponerse como el devenir de la revista caótica y anárquica, de pulsión lamborghiniana, hacia la revista literaria coordinada por Germán García (en el rol de “Director”), definida por secciones precisas y encaminada en géneros y formatos más consensuados en el horizonte de lectura.
En ese paso (no) más allá de Literal hay dos rasgos salientes que vale la pena subrayar para pensar sus grados de proyección sobre emprendimientos posteriores como, por ejemplo, la revista Sitio: una persistencia y una recuperación. La persistencia: en su particular modo de asumir la relación con el texto literario, sin reducirlo a otros patrones discursivos y atendiendo especialmente a su capacidad de interferencia sobre los demás discursos de la trama social. La recuperación: de una función transitiva de la escritura que se niega a resignar la posibilidad de intervención en la gresca de los debates literarios e intelectuales de su época.
Acompañada desde la web de la Biblioteca con entrevistas a los protagonistas de la aventura Literal, la reedición adquiere un importante valor cultural al arrancar de la oscuridad y volver accesible un material prácticamente “de culto”. Bien vista, y pensada como eco demorado de una demanda crítica, la recuperación viene a discutir incluso la idea esbozada por Mendoza en su prólogo: “el carácter resbaloso de su materia, su cualidad de animal intratable y movedizo” y su “capacidad para estar siempre cambiando su lugar de posición” como “rasgos que todavía agigantan su misterio”. Literal empieza a ser examinada desde diversos flancos en un intento por deshacer críticamente ese halo de misterio, malditismo y hermetismo con que durante años se fabricó meticulosamente su mitología. Esa es una política del presente y sobre el presente. De ahí que los resultados de esa lectura echen acaso menos luz sobre tiempo tumultuoso en que Literal funda su acontecimiento que sobre ciertas zonas oscuras del tiempo presente en que se produce su retorno. Si algo hace patente la lectura integral del volumen es que, en cada una de sus apariciones (1973, 1975 y 1977), Literal se esfuerza por quitarse a un imaginario político de coyuntura. Rechaza la imagen de un mundo repartido en blancos y negros. Se niega a entrar tanto en el círculo de baba de unas fuerzas reaccionarias (empeñadas en cristalizar a cualquier costo el tiempo pasado) como en el maridaje arreglado entre populismo e izquierda (que apelaba a la máscara extorsiva del “mal menor” en que muchas veces se maquilla de progresismo el pensamiento único).

PARA LEER LITERAL
Ágil, ameno y en muchos puntos luminoso, Literal. La vanguardia intrigante busca apuntarse en esa briosa serie de trabajos –a los que cabe sumar las intervenciones de Diego Peller¬– empeñados en revisar la producción literaliana para pensar el propio presente. Pero el libro de Ariel Idez plantea además una paradoja específica al inscribirse él mismo como uno de los más completos y elaborados intentos de explicación de una resistencia política e institucional que poco a poco empieza a ser asimilada.
Creada a partir de una comunión de espanto respecto de las pedagogías del realismo (sociológico) y el populismo (político), Literal se dispuso siempre –y deliberadamente– como conspiración frente a las formas discursivas hegemónicas que confiaban la literatura a la lógica representacional de la servidumbre comunicativa, a cuyos agentes solía marcar irónicamente bajo el rótulo de “técnicos de la felicidad”. La lectura de Idez, próvidamente concentrada en la descripción del contexto histórico en que Literal halló sus condiciones (negativas) de posibilidad, opta por una tesis clara: el retorno de la letra-literal se resuelve hacia una “restauración martinfierrista” que hace pie en la redención de un canon marginal o un contracanon, que incluye la disposición vanguardista de la revista dirigida por Evar Méndez a comienzos del siglo XX, pero que también se resemantiza a partir de las relecturas en desvío (en razón del error, el desliz o la mera incomprensión) de la tradición literaria a través de textos y operaciones textuarias de Güiraldes, Macedonio Fernández, Borges, Girondo, Gombrowicz, Martínez Estrada, Kordon o el Flaubert de Bouvard y Pécuchet. A dicha hipótesis, difícilmente discutible pero en cierto sentido corta de sisa, cabría agregar el carácter –no menor– de “atentado epistemológico” que la revista prefigura como correlato de una experiencia de escritura cuyo goce está atado a la promiscuidad discursiva y a la pérdida del nombre. Se trata, claro, de transformar el yerro, la estupidez y la aberración en principio constructivo de una poética de la provocación que busca hender los límites de lo escribible: para decirlo en términos literales, “mezclar los códigos, dar por sabido lo que se ignora, adoptar la posición del entontecido-cínico incluso frente a lo que realmente se sabe”.
El libro de Idez cifra su origen en su tesis de licenciatura para la carrera de Ciencias de la Comunicación, lo que resulta significativo a la hora de comprender su punto de vista. La vanguardia intrigante, que asume su deuda con la monumental biografía de Ricardo Strafacce sobre Osvaldo Lamborghini, se forjó partir de una ardua investigación centrada en entrevistas a integrantes del grupo, colaboradores eventuales y lectores críticos de esa revista que sin duda también tuvo algo de happening. Ese hecho, claro está, matiza notablemente su naturaleza y sus resultados. El carácter determinante que adquieren los capítulos de corte historiográfico (en los que se examina más su repercusión que su recepción), la presencia casi lateral de algunas interferencias importantes que singularizan la conformación del artefacto-literal (como el psicoanálisis lacaniano introducido en su seno por Oscar Masotta o algunos conceptos teóricos forjados por el posestructuralismo francés) y el lugar marginal que asume el texto literario literaliano en su lectura son sintomáticos y en cierta medida reveladores de la posición que el autor toma ante su objeto. Más aún: la apariencia integral que toma el recorrido dispuesto por Idez se hace posible sólo en la adopción de esta perspectiva que, muchas veces, participa de esa forma de ilusión que es la totalización por la historia. Sin embargo, en un gesto que hace presente la potencia de lo inútil, lo inactual y lo singular, Literal resiste soberanamente esa captura. Resiste donde aún es posible la resistencia: en el último rescoldo de lo literario, en el resto del texto, en el “desperdicio”, en el exceso, en el suplemento barroco, en lo intratable. Mientras tanto, como diría Lacan, es la imposibilidad lo que no cesa de escribirse.

*Aparecido en Revista Ñ, Sábado 11/06/11. pp. 38-39.

Frivolidad*

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Hay algo en el discurso de la frivolidad que resulta fascinante. No es, claro, su insolente disposición a hablar con desparpajo a la vez sobre asuntos complejos y banales, salvando con clichés todo nudo problemático. Lo fascinante es el vértigo con que se suceden, indiferentes, sus cambios de tema, en una arrolladora y tibia huida hacia adelante. La ficción de la frivolidad (que no tiene que ser obligatoriamente frívola) sigue un cauce de pensamiento leve (pero no por ello débil), serpentea frente a los obstáculos y cambia de curso de manera dúctil ante los accidentes de superficie. No elige los cambios; se deja llevar más bien por un impulso de apariencia neutra que la excede. Se abandona a esa “fuerza poética natural” que le permite evadir contradicciones, fantasmas, detalles y lapsus: lo ínfimo, tras lo cual asoma el rostro insoportable de lo real. En ese paso de baile aprensivo y etéreo –sobre el cual César Aira fue capaz de elaborar una obra de mérito incuestionable– se despliega la nouvelle de Martín Zícari.
La consistencia del semblante poético de Scalabritney no se apoya en la desidia de su adjetivación; radica ante todo en la sintaxis con que reproduce el flujo metonímico por el cual la narración avanza sobre una trama intrascendente, arrancando nuevas frases a frases que parecían agotadas en su monotonía y su banalidad. Partiendo de un puñado de escenas tan sólo superficialmente hostiles, el relato se articula sobre digresiones de evasión que rozan lo delirante (un sueño, una alucinación, una película de terror, un recuerdo, todo es distorsionado y transformado por la imaginación). La distinción no es siempre tangible. No porque todo se plantee bajo un mismo punto de vista, sino porque entre la percepción de lo “real” y lo imaginario no median diferencias en el orden de la ficción. Y es por eso que, más que lo relatado, lo que gradualmente se convierte en el centro neurálgico de la ficción es la imaginación sobreactuada de un personaje cuya existencia oscila entre la ingenuidad espontánea y la ridiculez. Más que lo que se dice, importa quién habla. En la recreación de esa voz y ese imaginario particular, el flujo discursivo adquiere en efecto –como ocurre a veces en Puig– un carácter casi performativo.
Sin embargo, el relato vacila a veces indeciso entre la parodia y el grotesco. Lo que ratifica el ademán paródico es el índice de un subtitulado donde el narrador cambia (o al menos se desdobla). Lo que remite al grotesco es la vitalidad de una ficción que pone en escena un narcisismo impúdico, tan exhibicionista en su frivolidad y su medianía que por momentos flirtea con lo transgresivo, ya fuere en el pavoneo de la incorrección política o en la impostura que recicla sus lugares comunes. Todo parece bastante claro: el personaje ama las fiestas privadas, los erotizantes paseos en bicicleta por Palermo Queer, las escapadas con amigos al Tigre y desprecia abiertamente a “la chusma” y a ese aburrido o amenazante “mundo hostil” del cual huye en sus dulces visiones. Pero se revela siempre demasiado satisfecho de su propio imaginario (y de su propia frivolidad) como para rozar siquiera la experiencia transformadora de lo íntimo. Scalabritney es “un espacio multisensorial, multidimensional, multimediático, múltiple” donde la infelicidad se conjura; un lugar secreto, lujoso e ilusorio –a la vez oscuro y placentero– donde la fiesta se prolonga “infinita” y donde nadie se acuerda de la bolsa de ropa sucia de su jefe.

* Publicado bajo el título “La soportable levedad" en Radarlibros, Página/12, 05/10/14.
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